Pasaron muchos años desde que la Orden de los Carmelitas descalzos saliera del monte Carmelo en Palestina, hasta que en el siglo XVII, construyera el monasterio en el Desert de les Palmes de Benicàssim. Otros dos siglos tuvimos que esperar hasta que, el 15 de octubre de 1896, la orden decidió comercializar el licor carmelitano, un aguardiente que roba el color y el sabor de más de 40 hierbas aromáticas que crecían en los montes que rodeaban al monasterio.
En 1912, debido a la mala comunicación que obligaba a bajar las botellas desde la montaña a lomos de caballos, las bodegas y los alambiques se desplazaron desde los sótanos del monasterio antiguo hasta su actual ubicación, junto a la villa de Benicàssim. Se ampliaron entonces la gama de licores y se comenzó a trabajar el moscatel y el vino de mesa con la uva de la tierra.
Durante años, las bodegas del Carmelitano han sido santo y seña del producto artesano local. Hoy en día, la globalización ha llegado hasta las dependencias de los carmelitas descalzos, que dejaron en manos de una empresa privada los secretos de sus licores. En una visita sencilla y sin alardes, se pueden ver los alambiques antiguos y actuales, los toneles cónicos de fermentación, las antiguas prensas donde los monjes pisaban la uva… y tomarse el tiempo necesario para degustar la decena larga de licores y vinos que la bodega sigue comercializando. Aunque desgraciadamente la vid local fue arrancada en aras del progreso y el moscatel llega ya fermentado desde Valencia, no ocurre lo mismo con el licor Carmelitano: su sabor es el mismo que calienta gargantas de peregrinos desde hace cien años y en él se adivina la complicada alquimia y la secreta combinación de hierbas aromáticas que hicieron famosos a unos monjes descalzos que un buen día llegaron desde Palestina.